sábado, 24 de agosto de 2013

Memento mori

La espera eterna, la anticipación del momento en el que todo cobre sentido, es una fantasía que la ilusión prefiere.

Ambay dio la vuelta, cerró la puerta mirándome a los ojos, y enfiló hacia nunca supe dónde, sin voltear la cabeza una última vez para ver lo que dejaba tras de sí. De su mirada recuerdo la luz, el iris azulado y los ojos celestes, toda su dureza y su ternura y la sonrisa que dejaba traslucir, a pesar de que sus labios jamás la dibujaron del todo. Esa fiereza que la caracterizaba, menos amenazante que atemorizada, era lo que me mantenía cerca suyo.

Cuando la conocí era una sirena enajenada, cantándole a los cielos porque nadie más oía. Era solitaria pero sociable, y nunca declinaba una invitación cordial si había música y vino. No hablaba mucho, y cuando lo hacía dejaba en claro su reticencia a dar opiniones sobre lo que ignoraba, que era - esta frase late en mi recuerdo con la suavidad de su voz - "todo salvo escuchar".

No me gustan los relatos; los evito cuando puedo y no espero que nadie quiera escucharlos de mí. Ambay se fue y yo supe de inmediato que mis retratos serían, de ahí en más, figuras inmóviles en sepia, como caen de sepia las hojas en Abril.

En el final, en ese último momento, ningún viento dejó de soplar. El segundero del reloj siguió corriendo y la música del mundo no se detuvo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario